Cuando Elías llegó a Horeb, el monte de Dios, se metió en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo: «Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!». Vino un huracán tan violento que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva.
Entonces oyó una voz que le decía: «¿Qué haces, aquí, Elías?». Respondió: «Me consume el celo por el Señor, Dios de los ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y asesinado a tus profetas; solo quedo yo, y me buscan para matarme». El Señor dijo: «Desanda tu camino hacia el desierto de Damasco y, cuando llegues, unge rey de Siria a Jazael, rey de Israel a Jehú, hijo de Nimsí, y profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo de Safat, de Abel-Mejolá».
«Tu rostro» © Con la autorización de Grupo Confía2
«Reverie» © Usado bajo licencia no comercial Creative Commons
A veces estás en la tormenta,
la pasión desbordada,
el estruendo de batallas
en que me rompo,
contigo
o contra ti,
y eres aguacero,
que enfría mis certidumbres
o apaga mis incendios.
A veces estás en el huracán
que me asusta y me enardece,
bramando con fragor de profeta,
desgarrando el mundo
con la protesta
de todas las víctimas
que sufren, gritan
y exigen justicia,
y eres el viento
que me arranca del hogar
hasta que bailo con el mundo.
Pero otras veces estás,
cotidiano y discreto,
como brisa en la mañana,
en el cansancio de los días sin motivos,
en la rutina del reloj de dentro,
en las derrotas sin drama,
o las victorias sin fiesta.
Y eres silencio
en mi oración desierta,
eres caricia inadvertida,
que, sin yo notarlo,
alivia las viejas heridas
de siempre.
(José María R. Olaizola, sj)